La agresión de Azerbaiyán a Armenia, un episodio de la guerra global por la energía

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Damian Romero Suarez

Un nuevo episodio de la guerra global por la energía tuvo lugar en el Cáucaso: el 12 de septiembre pasado Azerbaiyán lanzó un importante ataque contra la República de Armenia, dentro del conflicto que mantienen por la posesión de Artsaj, también conocido como Alto Karabaj, una región de población mayoritariamente armenia que ha sido motivo de litigio entre ambos países desde la caída del Imperio Ruso.

A pesar de que hoy es un pequeño país de 29 mil km2 sin litoral y con 3 millones de habitantes, menos de la mitad de Azerbaiyán, Armenia es una nación cuya historia se remonta a la Antigüedad Clásica y cuya influencia en el Mundo Antiguo tuvo un episodio destacado cuando su histórico soberano, el rey Abgaro de Edesa, se convirtió en el primer gobernante que adoptó el cristianismo como religión oficial.

La agresión que Armenia está sufriendo en este preciso momento, con desplazamiento de personas por motivos étnicos y destrucción de patrimonio histórico y cultural por razones religiosas, no es nueva para dicha nación, que el siglo pasado fue objeto de un brutal holocausto por parte del Imperio otomano, y que tuvo como resultado la aniquilación de no menos de 2 millones de personas y la deportación de toda la población armenia del Asia Menor. La diáspora armenia por todo el mundo atestigua este histórico intento de aniquilación que hoy todavía es negado por el gobierno turco, aliado y sostén de Azerbaiyán.

Sin embargo, el contencioso armenio-azerí adquiere dimensiones geopolíticas globales al formar parte Armenia de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, la contraparte rusa de la OTAN y por lo tanto su esfera de influencia más próxima. La única reacción de Rusia hasta el momento ha sido una condena verbal de Putin, que tiene las manos llenas con la invasión a Ucrania, a pesar de que el Tratado de Seguridad Colectiva establece que un ataque a uno de los países del OTSC es un ataque a todos sus integrantes, permitiendo con ello que la alianza defensiva rusa se convierta en letra muerta ante una agresión abierta incontestada.

Esta situación le ha permitido a los Estados Unidos intervenir en el espacio de influencia de Rusia mediante un movimiento diplomático que, de forma similar a la provocación del mes pasado a China, fue protagonizado por Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes estadunidense, que el 18 de septiembre viajó hasta la capital armenia para condenar la agresión azerí, y emplear nuevamente en clave electoral la delicada política exterior estadunidense.

Por otro lado, el papel desempeñado por la Unión Europea ha sido vergonzoso. No importando la identidad y lazos culturales que la unen con Armenia, la UE ha privilegiado sus relaciones económicas con Azerbaiyán, permaneciendo impávida ante la agresión, en una nueva demostración de que la defensa de los así llamados valores europeos no ha sido más que un instrumento propagandístico.

Naturalmente, esta inacción no es gratuita. Apenas en julio de este año, la UE y Azerbaiyán cerraron un acuerdo para duplicar el suministro que provee el corredor del sur de gas, un proyecto que lleva el gas natural azerí a través de Turquía a Europa, y por medio del cual los europeos pretenden disminuir su dependencia del gas ruso. La Unión Europea es rehén de su escasez de energía, y Turquía lo sabe, razón por la cual se ha permitido convalidar la agresión a Armenia con la certeza de que no habrá represalias.

No debemos engañarnos, pues el mensaje es bien claro: la Unión Europea dará carta de naturalización a cualquier gobierno dictatorial, por más represivo que este sea, si con ello puede obtener el petróleo y gas que le permitan sostener el estilo de vida opulento y derrochador de su sociedad.

Con la guerra por la energía tocando a la puerta, en nuestra América debemos reaccionar negándonos a pagar con nuestra tierra y nuestra agua el delirio derrochador de Estados Unidos y de Europa, y hacer uso de la democracia para decidir, en las urnas, cómo transitar a una nueva economía que satisfaga las necesidades de las personas y no la codicia de unos pocos.

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